Alfonso Sánchez-Tabernero, exrector de la UNAV: "La nueva ley universitaria no resuelve ningún problema"
El catedrático de la Universidad de Navarra comparte su experiencia en el libro 'Gobierno de universidades', donde también aborda cuestiones de interés general como la inteligencia artificial o la cultura de la cancelación
Alfonso Sánchez-Tabernero, exrector de la Universidad de Navarra
Fernando Díaz de Quijano
Alfonso Sánchez-Tabernero (Salamanca, 1961) es bisnieto y tataranieto de rectores de la Universidad de Salamanca. Tres generaciones después, él continuó la tradición familiar, aunque a medias: ha sido rector de universidad, pero de la de Navarra, la cual ha regido durante una década, de 2012 a 2022. No obstante, su vinculación con ella comenzó hace más de 40 años, cuando se trasladó a Pamplona desde su ciudad natal para estudiar Periodismo.
Aunque en un principio no pretendía dedicarse a la docencia, y menos aún al gobierno universitario, es lo que ha hecho durante casi toda su carrera, encadenando cargos académicos cada vez más altos, hasta llegar a dirigir una institución con 600 millones de euros y más de 6.000 empleados.
Tras el final de su mandato, Sánchez-Tabernero ha querido compartir con los demás sus experiencias y sus conocimientos adquiridos durante más de tres décadas de desempeño profesional escribiendo el libro Gobierno de universidades. Desafíos, modelos y estrategias, publicado por Ediciones Universidad de Navarra (EUNSA).
El tema es altamente específico; sin embargo, el libro resulta interesante para todo tipo de lectores, ya que está salpicado de numerosas referencias culturales (ilustra sus ideas con alusiones al Tío Vania de Chéjov, a Las brujas de Salem de Arthur Miller, a las memorias del Holocausto de Viktor Frankl o a la heroica expedición antártica de Shackleton), anécdotas autobiográficas y consejos acerca de cuestiones como el desarrollo de estrategias, los requisitos para la excelencia y para un buen liderazgo que son aplicables a cualquier ámbito de actividad e incluso al desarrollo personal. Aborda, además, algunas cuestiones candentes que atañen a la enseñanza y a la investigación, como la inteligencia artificial y la cultura de la cancelación. Por último, el texto tiene el tono amable, incluso acogedor, de una personalidad que parece haberse contagiado de lo que vio el primer día que pisó la universidad con 18 años: "edificios acogedores y rostros sonrientes", que conformaban "un admirable ecosistema de libertad y respeto".
Pregunta. Usted lleva 30 años desempeñando cargos de responsabilidad en la universidad. En todo ese tiempo ha sido testigo de la evolución no solo de la Universidad de Navarra, sino de todo el sistema universitario español. ¿Cree que ha mejorado o empeorado en estas tres décadas? ¿Cuáles son sus principales problemas, desafíos o aspectos que mejorar?
Respuesta. La universidad española ha mejorado, pero lo ha hecho de manera desigual. En general, dispone de más recursos para investigar, cuenta con instalaciones adecuadas y ha abandonado los sistemas de enseñanza en los que los estudiantes se limitaban a recibir conocimientos enlatados de manera pasiva. Pero hay unos cuantos desafíos pendientes: a mi juicio, el más importante es que en los centros académicos se den las condiciones necesarias para que los profesores quieran hacer su tarea docente e investigadora de manera excelente, deseen dar lo mejor de sí mismos cada día.
P. Hay quien piensa que la universidad se ha convertido en una factoría de mano de obra amoldada a las necesidades del mercado laboral. Usted mismo alerta de ese riesgo al decir que “los estudiantes se convierten en clientes”. ¿Se está volviendo la enseñanza universitaria demasiado pragmática y está dejando de lado su labor de crear ciudadanos cultos, críticos y cívicos?
R. Solemos hablar de las universidades españolas como si fuesen iguales y, de hecho, cada vez hay más diferencias entre unos centros y otros. A mí me gusta esa variedad y considero que cada equipo de gobierno debe decidir en qué puede y quiere destacar. Nadie puede ser el mejor en todo. En cualquier caso, los campus tienen que cumplir dos funciones docentes: en primer término, les corresponde formar personas cultas y con valores cívicos; en segundo lugar, deben preocuparse de la empleabilidad de los alumnos. En el fondo, se trata de hacer compatibles el corto y el largo plazo. Algunos conocimientos y herramientas técnicas favorecen la inserción laboral inmediata. Pero, a la vez, los hombres y mujeres que entienden el mundo en el que viven están más preparados para adecuarse a los cambios sociales y culturales.
P. ¿Por qué la Universidad de Navarra ha logrado ser una de las mejores de Europa? Y todo ello sin abandonar un rasgo fundamental de su identidad: su inspiración cristiana. Usted mismo reconoce que en un primer momento le sorprendió que eso no jugara en su contra.
R. En efecto, yo estudié en la Universidad de Navarra, pero inicié mi carrera académica en las Universidades del País Vasco y de Mánchester. Cuando regresé al cabo de unos años descubrí que la identidad cristiana aportaba grandes ventajas: actúa como una brújula que evita las decisiones erráticas, hace a la universidad reconocible, la diferencia de otras. Además, los valores cristianos resultan atractivos para cualquier persona, con independencia de sus creencias religiosas. Cuando decimos que preferimos la libertad a la opresión, la verdad a la mentira, el respeto al insulto, el trabajo bien hecho a la chapuza, la solidaridad al egoísmo, la paz a la violencia… ¿quién no se apunta a esa propuesta? La Universidad de Navarra ha progresado sobre todo por tres motivos: ha sido coherente con la identidad de su proyecto educativo; cuenta con más de seis mil profesores y empleados que trabajan con un alto grado de compromiso; y recibe la ayuda de un gran grupo de graduados y de otros amigos.
P. Usted ha visitado centros universitarios en 40 países. Basándose en esa experiencia, ¿qué nivel tiene la universidad española en comparación con el resto del mundo?
R. El nivel medio es bueno: así lo indican por ejemplo los indicadores de producción científica. Quizás faltan más centros de excelencia. A la vez, muchos países –por ejemplo en Asia- invierten más en educación y han mejorado la calidad del gobierno de sus universidades. Quien actúe con autocomplacencia y se duerma en los laureles quedará rezagado en poco tiempo.
P. En el gobierno de una universidad dice que es un error la búsqueda de rentabilidad, prestigio o notoriedad. “La universidad no es lugar para el atajo, para la venta de humo, para la apariencia vacía de contenido”, escribe. ¿El cortoplacismo está cada vez más extendido? ¿De qué manera empeora la calidad de la enseñanza?
R. Para gobernar una universidad es preciso tener pasión por la tarea académica. Al frente de cada centro de educación superior hay un catedrático. El rector o la rectora no son casi nunca especialistas en marketing, producción o control de costes. En sus equipos hay especialistas en esas áreas funcionales. Pero la última palabra corresponde a una persona que cada día se plantea qué debe hacer para que su institución se convierta en uno de los mejores lugares del mundo para aprender y para investigar. Los académicos estamos formados en la crítica y detectamos fácilmente los proyectos que carecen de solidez intelectual.
P. También reivindica la ausencia de prisa para hacer las cosas bien, en un tiempo dominado por ella. ¿La inmediatez que se exige ya para todo va en contra de una buena educación?
R. La universidad es un lugar maravilloso porque hay más paz y libertad que en ningún otro sitio. Están ausentes los intereses externos y los grupos de presión. En los mejores centros académicos tampoco existe ánimo de lucro. Las prisas, la codicia o el pragmatismo deteriorarían la vida académica, impedirían las conversaciones cultas sobre cuestiones decisivas que requieren sosiego y que surgen en un clima de respeto.
P. Aunque el espectacular avance de las tecnologías de la comunicación es en buena parte responsable de ese ritmo frenético al que nos vemos abocados, usted celebra los efectos positivos de la tecnología en la enseñanza. Con respecto a la inteligencia artificial, ¿juega usted en el equipo de los apocalípticos o los integrados? ¿Cree que mejorará o empeorará la enseñanza y el nivel de formación de los universitarios?
R. La tecnología ayuda a resolver problemas cuando se emplea bien. A la vez, plantea desafíos éticos que requieren estudio y reflexión. Pero oponerse a la innovación sólo refleja una gran insensatez. Pienso ahora en los luditas, ese movimiento decimonónico que luchaba contra la mecanización de las fábricas textiles. La pandemia, por ejemplo, nos hizo ver que la enseñanza presencial constituye una experiencia premium para los estudiantes, pero también nos mostró las oportunidades que ofrece la formación online.
P. Su libro trata sobre la gobernanza de universidades, pero cualquier lector puede sacar provecho de su lectura. Hay consejos para la gobernanza en cualquier terreno, incluso para la autogobernanza: cuestiones como la estrategia, el liderazgo, la misión, los valores, la excelencia, la innovación, el espíritu de colaboración… ¿Qué capítulos cree que pueden ser de mayor utilidad para cualquier lector?
R. ¡Todos los capítulos son esenciales! No, es broma. He escrito el texto con la pretensión de que sea práctico y ameno. El punto de partida del libro es mi afecto por la institución universitaria, que me cautivó desde que puse los pies en ella cuando tenía 18 años. En la segunda parte, a partir del capítulo 7, hablo de las características de los buenos gobernantes: ahí me refiero a cualidades directivas que se pueden aplicar a cualquier ámbito profesional.
P. Al comienzo del libro habla mucho sobre estrategia. Incluso bromea con ser un “estratega trasquilado”, como los que menciona Cervantes en el Quijote, porque ha tomado decisiones vitales que le han llevado al punto opuesto que pretendía alcanzar. No obstante, su hoja de servicios desmiente tal afirmación. ¿Qué es necesario para ser capaces de diseñar buenas estrategias en cualquier ámbito?
R. La vida es una paradoja, está llena de contradicciones aparentes. Es preciso planificar, establecer prioridades, descartar opciones, clarificar objetivos. Y, a la vez, conviene dejarse sorprender por las oportunidades insospechadas, por los acontecimientos imprevistos. En la universidad yo nunca quise mandar y he pasado de un cargo a otro durante tres décadas. Pero lo que me ha sucedido ha sido mucho más interesante de lo que yo había imaginado.
P. De manera más específica, ¿qué cualidades debe tener un buen rector de una universidad?
R. Los rectores deben tener criterio, determinación y empatía. El criterio ayuda a tomar las decisiones adecuadas, a valorar pros y contras, a pensar antes de actuar. La determinación es la perseverancia, el empeño por vencer el cansancio y no rendirse ante las dificultades, que nunca faltan. Y la empatía sirve para involucrar a otras personas en la travesía que se desea emprender. Además, conviene conocer las propias limitaciones y rodearse de colegas que aporten las cualidades que nosotros no tenemos.
P. En el libro opina sobre la cultura de la cancelación, que comenzó en el ámbito universitario anglosajón. ¿Se está importando a España o nuestras universidades se mantienen más o menos a salvo del fenómeno?
R. La cultura de la cancelación es una enfermedad intelectual originada en Estados Unidos que —afortunadamente— ha tenido escaso eco en España. Lo propio de la universidad es el intercambio de ideas, el contraste de opiniones, la diversidad de puntos de vista. Cuando se intenta acallar las voces disonantes, las aulas, bibliotecas y laboratorios se convierten en entornos uniformes y poco vigorosos. Los estudiantes no son jóvenes de gran fragilidad psicológica a los que conviene proteger de ideas nocivas o incorrectas: al contrario, es preciso enseñarles a argumentar, a respetar a quienes no piensan como ellos, a interesarse por nuevos enfoques y perspectivas.
P. ¿Qué opina de la nueva Ley Orgánica Universitaria? ¿Qué cambios ha introducido y de qué manera afecta a la gobernanza de las universidades?
R. La nueva ley no resuelve ninguno de los problemas de la universidad española. En el ámbito público, que es al que más se refiere la ley, es preciso reforzar la capacidad de gobierno de los rectorados; también sería conveniente vincular los recursos públicos al logro de algunos objetivos de calidad; finalmente sería de gran utilidad aumentar el sistema de incentivos para los profesores e investigadores. De otro modo, existe el riesgo de que los centros académicos acaben convirtiéndose en cooperativas cuya prioridad consiste en proteger los intereses de quienes trabajan en ellas. Por otra parte, los excesivos sistemas de control no favorecen la excelencia, sólo garantizan el incremento de tareas burocráticas absurdas que no aportan valor y desaniman a los profesores.
P. Lógicamente al mundo universitario le preocupa también la salud de la educación primaria y secundaria, de donde proceden sus alumnos. ¿Cuál es su diagnóstico sobre su situación actual? ¿Cree que algún día habrá en España un pacto político por la educación?
R. El pacto político por la educación requiere una actitud responsable por parte de los políticos. De momento, no parece que nos encontremos cerca de ese escenario: asistimos cada día a debates en los que predominan la polarización y la superficialidad. No es razonable que cada cada cambio de ciclo implique desandar el camino recorrido. Resulta sorprendente que los principales partidos no consigan ponerse de acuerdo en cuestiones básicas. En este ámbito existen abundantes evidencias empíricas que muestran de qué manera se consigue que aumente la comprensión lectora, la capacidad analítica o las habilidades matemáticas de los alumnos.
P. Cada vez más se va a requerir una formación durante toda la vida laboral. ¿Eso es positivo? ¿Cómo está cambiando este hecho la universidad y lo que ofrece?
R. En efecto, desde hace nueve siglos las universidades han formado a jóvenes que se encontraban en la franja de edad de 18 a 25 años. Ahora ha aparecido un pequeño nicho de mercado constituido por las personas que tienen entre 25 y 70 años. La institución mejor preparada para satisfacer esa necesidad es la universidad. Pero debe aumentar su agilidad, su espíritu innovador, para realizar una oferta novedosa a los profesionales que reclaman más formación. De lo contrario, otras instituciones con menos profundidad intelectual y con menos altruismo ocuparán ese terreno.